“La ruta Joyce es un cuaderno de viaje,…” reza la contraportada de este cómic escrito y dibujado por Alfonso Zapico y editado por Astiberri. Puede, pero en realidad yo creo que el cuaderno de viaje sirve como excusa para un propósito diferente, quizás no mayor, quizás ni siquiera oculto, sino simplemente diferente. La ruta Joyce es un ejercicio de exorcismo del autor para el autor. No sé si esto suena bien o mal, aunque mi intención, sin duda, es que suene bien. Para alguien que se ha propuesto ilustrar la vida de un autor tan grande y tan pasado de moda como James Joyce sólo cabe una pregunta, la misma que el autor se hace a través de su propio personaje a lo largo del libro: “¿y si todo sale mal?” Porque hoy día ¿quién quiere leer sobre la vida del señor Joyce? Y habrá alguno que pueda hasta preguntarse: ¿pero y este Joyce quién es? La respuesta nos la brinda el autor en su primer libro sobre este tema: Dublinés, obra que recomiendo encarecidamente a los amantes del cómic, de la literatura o simplemente a aquellos que disfrutan cuando leen un buen libro. Pero no quiero hablar de Dublinés. Creo que Dublinés se basta por sí sola para auto justificarse y la vida del autor que retrata es tan fascinante y su obra tan grande que no hace falta añadir nada más. En cambio sí me gustaría hablar de La ruta Joyce, porque en este libro pasa algo fascinante, justo aquello que siempre pasa con los libros de viajes: que aunque el protagonista parece perseguir un propósito, en realidad el propósito no es otro que encontrarse a sí mismo. Desde la Odisea, generalmente considerada el primer libro de viajes, hasta el Ulises, el tema siempre es el mismo: el periplo del héroe en busca de sus propios fantasmas. En los libros de viajes siempre se persigue a un fantasma. Le pasó a Ulises, le pasó al Quijote, le pasó a Leopold Bloom y ahora le pasa a Zapico, al Zapico personaje, ese Zapico que se encuentra con la alegoría de su yo retratada en Joyce con el que se cruza por las calles de Trieste. Pero como el propio narrador nos señala: “Él va en la otra dirección, así que cada uno sigue su camino.” Quizás consciente o inconscientemente, el autor refleja la imposibilidad de encontrar la figura de Joyce en las ciudades que recorre, siquiera su influencia, siquiera su obra. Parece que en la Europa actual, tan preocupada por la vorágine económica que la zarandea y por potenciar un turismo como de fábrica, perseguir la figura de un autor, de un genio, sea una causa perdida y hacerlo a través de un medio como el cómic, tan denostado por la cultura con mayúsculas, quizás presuponga un riesgo aún mayor. En La ruta Joyce se vislumbran tan pocos lugares que recuerden al autor perseguido, que Zapico, hastiado de una búsqueda infructuosa, llega a exclamar a través de su personaje: “¡Maldito seas, Joyce! (…) ¿Todo para qué? ¡No merece la pena! ¡Te odio! ¡Te odio!” que no es más que el grito ahogado de un autor que repara en lo imposible de su empresa. Porque Joyce no está en Dublín, ni en Trieste, ni en París, ni en Zúrich. Joyce ya sólo se encuentra en sus libros, a los que, por fortuna, todos podemos acudir en su búsqueda. En La ruta Joyce, Zapico pone al descubierto las dudas del autor que acomete una obra, las dificultades que se derivan de las decisiones que tomamos con respecto a nuestro trabajo y que afectan a nuestras vidas. En La ruta Joyce encontramos el viaje de un autor que recorre Europa en busca de la justificación o quizás el ánimo necesarios para emprender su propio camino creativo. ¿Ha merecido la pena?, se pregunta el autor. La respuesta se la da el propio Zapico al final del libro usando un paralelismo entre la obra de Joyce y su búsqueda personal. Aunque su pregunta, quizás lanzada al aire para ser respondida por cualquiera, también deberíamos reponderla los lectores. Y como público respondo: sí, merece la pena. Porque en La ruta Joyce hacemos un viaje para encontrar a un gran autor, pero, paradójicamente, no se trata de Joyce.
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