Incluso el hombre más sabio sólo sostiene una vela en pleno sol.
viernes, 23 de marzo de 2012
Los Escritos 26
R. se levantó de la cama a la voz de los custodios. Algunos lo hacían armando bulla, como si quisieran llamar la atención. Se vestía empezando por los calcetines, para que sus pies estuvieran el menor tiempo posible en contacto con el frío piso de mármol blanco. Luego se ponía una camiseta interior, los pantalones y una camisa abotonada hasta el cuello. Se calzaba las botas de estragón que había traído de casa y hacía la cama siguiendo las normas que les habían prescrito para tal fin: las tiras de flores del edredón debían seguir los bordes de la cama formando un rectángulo preciso que acababa con el pliegue redondeado que formaba la almohada, convenientemente dispuesta.
Los encargados de la revisión recorrían los pies de cama apuntando en sus impolutos cuadernos de hoja blanca las notas que correspondían a cada alumno de la escuela. R. no entendía del todo para qué hacían aquello.
Con las palabras de G. resonando en su cabeza, R. bajó las escaleras tras sus compañeros formando una fila. Todavía no había tenido el tiempo suficiente para ordenar sus pensamientos y juzgar con exactitud la magnitud de la verdad tan evidente que su compañero le presentaba ante sus ojos. Aunque ahora, el miedo inherente que siempre le había acompañado desde que entró en la compañía de L.C. había crecido de forma desmesurada. Se sentía intranquilo e inseguro, como si todo se fuera a desmoronar a su alrededor. Y lo único que podía cambiar su angustia de algún modo, lo que anhelaba mientras se dirigía al refectorio, era encontrarse de nuevo con G.
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