En la Zomba había un puerto
adonde acudían los lugareños en busca de cajas de ron. Los marineros saltaban
de los barcos en cuanto atracaban y se adentraban por las callejuelas guiados
por el olor de palisandro que despedían las cofias de los burdeles. Las mujeres
salían a las puertas de las casas pintadas con colores chillones para anunciar
a bombo y platillo el número de camas libres que podían ofrecer. Los niños se escabullían de los hogares hasta altas horas para bajar al caladero o simplemente para vagar
por las calles mientras sus padres se acostaban con las vecinas y sus madres
hacían lo propio con algún desconocido marinero de Sarrá, de Samoana, de
Fidygeh o de cualquier otro lugar con algún nombre exótico. No era difícil
encontrar peleas de gallos ilegales, partidas de billar amañadas o incluso
timbas de cartas en las que lo único que estaba prohibido era no apostar. Y
tampoco costaba demasiado comprar Opio o acudir a Barrth, la casa donde se
preparaba la flor de Loto. En general, allí se respiraba un aire que invitaba a
sonreír a la vida. Aunque, evidentemente, la muerte acechaba detrás de cada
esquina.
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