R. posó el puro que sostenía en su mano
derecha sobre el cenicero de la mesilla. Lo había estado chupando mientras daba
su discurso al espejo. Creía que así su imagen se vería más afectada y por lo
tanto, sus palabras también. Lo había ensayado un par de veces en su cabeza
antes de postrarse desnudo frente al espejo para aparentar la calma que
necesitaba en ese momento. Sus manos todavía le temblaban un poco. Se sentó al
borde de la cama y se fijó en el tocador que quedaba frente a él. Era un
tocador sencillo, práctico a su modo y de muy mal gusto. El espejo que había
sobre el mueble, el mismo frente al que había ensayado su discurso, era todavía
peor.
Se puso de pie y sujetó su pene con una
mano mientras se llevaba la otra hasta el pecho. Hizo el signo de la cruz de
derecha a izquierda confundido por el reflejo del espejo y comenzó a
masturbarse.
Cuando M. entró en el cuarto, su miembro ya
estaba totalmente erecto.
—¡Vaya talla gastas!— dijo ella dejando un
fajo de billetes de 50 sobre el tocador.
Se tumbó en la cama abriéndose el camisón e
invitó a R. a acompañarla.
—Un momento.— dijo R. mientras metía los
billetes en su cartera y la guardaba en un bolsillo de su chaqueta.
—Has estado fumando,— dijo M. enérgicamente.
—Te dije que no me gustaba el humo del tabaco.—
—Lo siento.— respondió R.
—¡No, no! Esto tendrás que recompensarlo.
Ven aquí.
R. se tumbó en la cama junto a ella. Rodeó
su cintura con una mano y empezó a frotar su sexo con la otra.
Y mientras M. lo abrazaba rezó por su alma a Dios entre sollozos.
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