Sólo
era cuestión de tiempo que D. notara el sufrimiento que imprimía en su tono al
hablar. Usaba una expresión rara: "la unción de la cópula". Pero ya
nadie le reía aquella gracia desgastada. Las mujeres habían empezado a evitarlo
como a un apestado y eso lo empujó a convertirse en una especie de Licurgo
intransigente y amoral. Cuando comía lo hacía como un cerdo y cuando hablaba
parecía tan estúpido que conmovía los sentimientos de su auditorio hacia la
compasión. Nadie se atrevía a decirle nada. Había desatendido tanto su vida que
ya no se lavaba. Gritaba y hacía uso de la violencia por cualquier razón. Y a
su mujer la tenía tan abandonada que yo temía constantemente encontrarla
cualquier día en mitad de la calle como a una perra en celo. Y sabíamos
perfectamente lo que había que hacer. Es sólo que al final no lo hicimos. En
nuestras mentes había anidado la tibieza de la comodidad. El esfuerzo suponía
sufrimiento y el sufrimiento nos resultaba tedioso y vano. Era el polvo el que
lentamente se posaba sobre nuestra resolución; la de despertar su conciencia
sobre su propia desgracia. Poco a poco todo iba quedando cubierto y
ennegrecido. Quizás la nieve pudiera limpiarlo. O quizás la luz. El problema
era que no podíamos obligar a nadie a salir y ver el sol.
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