En una sociedad tan
profundamente afectada por el catolicismo como la española, se da por hecho, al
menos superficialmente y siempre desde el punto de vista de la unidad familiar,
que el sexo es ortodoxo, monógamo y producto colateral del amor. La cultura y
la ciencia, no obstante, ponen en evidencia que la religiosidad es un timo y su
moralidad mera hipocresía. Y al debilitarse los principios religiosos, empiezan
a surgir todo tipo de liberaciones, grandes y pequeñas, que se expanden como
una onda de choque. En la adolescencia, cambiar el comportamiento sexual se
convierte en una forma de protesta contra la tiranía ejercida por la unidad
familiar. La masturbación es un acto de liberación no sólo para el cuerpo, sino
para el espíritu que lucha contra la norma establecida. Construir y reafirmar
el carácter y la personalidad nos lleva ineludiblemente a experimentar con
nuestro sexo y a fantasear. Es en este último aspecto donde las aficiones
sexuales resultan indescriptibles incluso para nosotros mismos: exageradas,
exuberantes, sensuales y liberadoras. ¿No sería grato poder confesar una
fantasía en voz alta, aun cuando ésta nos produzca el mayor de los rubores? Sin
embargo, los guardianes de la moral pública que deciden qué es lo que debe
sacarles los colores a los jóvenes, siguen empeñados en vivir bajo el yugo de
una moral obsoleta caracterizada por su cinismo y por admitir una tierra cada
vez más fría y un cielo cada vez más vacío.
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