Incluso el hombre más sabio sólo sostiene una vela en pleno sol.

jueves, 20 de mayo de 2010

La sombra.

Todavía no había llegado la época estival y el calor ya se dejaba notar con una desapacible furia sobre los cristales de las ventanas que daban por el sur a la calle Convento.
Hacía tiempo que las clases del segundo trimestre se habían reanudado y ahora, a falta de dos semanas para una parada en el calendario académico, los flacos ánimos por acabar los trabajos de última hora se dejaban notar en horas lectivas a través de un generalizado desinterés por todo lo que no fuera la consecución inmediata de las pesadas tareas. Incluso en los pasillos se respiraba un aire enrarecido, sin duda propiciado por el nerviosismo juvenil de aquellos que sentían tan cerca la posibilidad de tomar un descanso que por el momento sólo podían saborear en sus conversaciones con los demás, a la espera del comienzo de alguna clase.
Después que la última hora de clase hubiera terminado, yo me marchaba a casa, con paso cansino, pues no soportaba el calor, completamente sumido en mis pensamientos, pero ese día una sombra se había cernido tras mis pasos y cuando me giré para ver de qué se podía tratar me encontré con que ya no caminaba completamente solo.
Me acompañaba una chica con un pelo de color cobrizo, atornasolado y con unos ojos glaucos, bellos y sinceros. Su rostro resplandecía al sol de pálido que era y aquí y allá presentaba motas, casi imperceptibles a la vista, que la hacían más chiquilla, más vulnerable.
Durante el trayecto no musitó palabra alguna y si yo buscaba con mi mirada la suya casi siempre la encontraba cabizbaja, pensativa, como si estuviera cansada o inmersa en un sueño e ignorara por completo mi presencia. Cuando llegamos a la calle San Ildefonso ella giró a la izquierda, justo en dirección contraria a la calle en que yo vivía, y se marchó.
Aquella tarde, mi convulsa imaginación me hizo desear mil encuentros como aquél: insólitos; lisonjeros; llenos de insondables misterios y de vehemencia y de ímpetu y de voluptuosidad.
Pasé la noche en duermevela pensando en todas las casualidades que se habrían de dar para que un acontecimiento semejante se llegara a repetir y me decía a mí mismo, una y otra vez, que la mañana me devolvería a la realidad, que el sueño me aliviaría, desvaneciendo por completo aquel delirio que me atenazaba, para devolver la serenidad a mi confuso ánimo.
Al día siguiente, no obstante, el encuentro se volvió a repetir.
Había salido de la última clase hastiado por una mañana abarrotada de esfuerzos que para mis adentros siempre había tenido por infructuosos. Caminaba por la calle Alarcón, bajando hasta el cruce con Inocencio Jover, cuando ella se me unió al paso.
Íbamos el uno junto al otro, en silencio, y por miedo a romper aquel hechizo sobrenatural, como si se tratara de un delicadísimo velo de seda joyante, yo no me atrevía ni a mirarla, figurándome, así de perturbado me encontraba, que se desvanecería con la misma diligencia con que había aparecido si una sóla exhalación de mi aliento llegara a rozar sus cabellos en aquel instante.
Pasamos la calle Carrión lentamente por entre los coches parados en una larga fila a nuestra derecha y cuando nos encontramos a la altura de un viejo caserón adornado con flores en el balcón ella me habló. Me dijo que le gustaría tener un jardín entero para ella sola. Y añadió:
—Un jardín de violetas, ¿sabes?
No. Yo no sabía. En aquel momento ni siquiera podía pensar con claridad y cuando me preguntó si me gustaban las flores se me había olvidado hasta cómo se articulaban las palabras con que debía responder.
Esto ocurrió un día tras otro.
Llegado el punto en que nuestros caminos se separaban, el corazón me daba un vuelco. Siempre nos despedíamos con alguna fórmula solemne que me llenaba de regocijo a la vez que de tristeza. Se me hacía difícil respirar, y sentía que algo en mi estómago se retorcía violentamente y me hacía encoger los miembros en un gesto de repentino dolor. Sentía en el pecho unos extraños estertores que al principio yo juzgué de absurdos, y que pronto empezaron a preocuparme seriamente por lo repentino e irregular de su carácter hasta el punto de hacerme creer que padecía de alguna enfermedad cardítica.
Ya no hubo día en que no pensara en ella, ni noche en que no la soñara. El tiempo había dejado de tener magnitud alguna para mí y el futuro se me desdibujaba en trazos confusos e ininteligibles y se me aparecía cada vez más lejano, más borroso. El tedio de las clases llegó a importunarme de tal manera que incluso dejé de atender, carcomido por el ansia como me encontraba, las lecciones que de común me ocupaban las mañanas convencido de poder encontrarla en cualquier lugar de mi imaginación, en cualquier otra circunstancia, para preguntarle su nombre y poder hablarle al fin. Deseaba fervientemente conocer su alma; penetrar en su pasado para apoderarme de sus recuerdos y hacerlos míos; vivir a través de sus relatos y con la misma intensidad las vivencias que habían moldeado su espíritu para así poder comprenderla mejor y unirla, de forma tácita e indisoluble, a mi esencia; y sobre todo, para hacerle saber que mucho antes de que el mundo hubiera existido siquiera en la imaginación de Dios Todopoderoso mismo, yo ya la amaba.
Había tomado mi decisión: le hablaría de mis sentimientos.
Al día siguiente caminaba ansioso hopeando por los pasillos del colegio a la espera de que la mañana tocara a su fin para poder tomar el camino acostumbrado de regreso a casa. Uno de los profesores me había llamado la atención un par de veces debido a que mis zapatos molestaban a los de dentro de la sala de lectura con su constante repiquetear contra las baldosas. Me senté en el poyal de una ventana y me puse a rascarme las uñas. Los segundos se me alargaban demasiado. A menudo miraba por la ventana para comprobar que los profesores no daban suelta a los estudiantes antes de la hora. Fui al baño varias veces y cuando faltaban diez minutos para que dieran la campanada, salí a la calle. Esperé de pie en la escalera que da al patio a que una turba de gente me adelantara y cuando creí conveniente marcharme eché a andar con las piernas temblorosas, inseguro de mí mismo.
Al llegar al punto en que ella me solía alcanzar disminuí el paso todo lo que pude, pero aún así ella no se presentó. Las conjeturas se me agolparon entonces en la cabeza golpeándome incesantemente como un pesado martillo y en los intestinos sentí que un tumulto de sensaciones de angustia y odio me carcomían las entrañas haciéndome despreciar todo mi ser y todo cuanto me rodeaba. Llevado por la vanidad, sentí flaquear mis fuerzas y tuve que parar por miedo a desfallecer allí mismo. El calor se hacía más y más intenso; como si el mismísimo diablo hubiera exhalado un vaho sofocante en mis propias narices para impedir que pudiera tomar aliento. El sopor remitió poco a poco. Lancé miradas en todas las direcciones para ver si se acercaba desde otro flanco, pero sólo veía bultos informes que me confundían y me trastornaban. Resolví desistir y me fui.
Los siete minutos que de común tardaba en recorrer el camino que separaba el colegio de mi casa, se me hicieron ese día tan largos como la eternidad misma. Cuando llegué estaba exhausto. No comí ni bebí nada hasta la noche y cuando me acosté me arrebujé bajo las sábanas temeroso de que alguien pudiera oírme sollozar.
Los días que siguieron transcurrieron de la misma suerte, sólo que cada vez mi inquietud se acrecentaba más ante el temor de no volver a verla ya nunca. De repente empecé a desarrollar una aprensión virulenta por todo lo cotidiano. No soportaba tener que realizar las tareas más sencillas y se me antojaba que las personas eran viles en esencia y todo cuanto hacían se supeditaba, a mis ojos, a esa cualidad suya que trastocaba las cosas y las convertía en algo innoble y sucio. El mundo empezó a dejar de interesarme hasta el punto de no sentir nada por él, ni por cuanto en él había. Poco a poco reparé en que mi propio rostro cambiaba de forma frente al espejo, o así me lo figuraba yo, y cuando me quedaba mirando el reflejo que veía en él, me abominaba todo cuanto era y cuanto había hecho en mi insignificante y repugnante existencia.
Su figura se me aparecía ahora en sueños sin que yo pudiera evitarlo y al pretender alcanzarla se desvanecía tan liviana y sutilmente como una pluma al viento y entonces me despertaba, maldiciendo a la vida que me traía de vuelta.
Si salía a la calle sólo era para deambular de un lado a otro y en mi afán por encontrarla creía ver sus ojos de corindón reflejados en los escaparates de las tiendas o en las fachadas de los edificios, para comprobar luego, cuando me volvía desaforado, que aquello sólo era una ilusión.
Llegué al extremo de convertir la ociosidad en una ocupación constante y si la obligación me empujaba a hacer algo en contra de mi voluntad me enrabietaba y gruñía cosas sin sentido. Consciente de la proveniencia de aquellas lamentaciones trataba de convencerme a mí mismo, a fin de acallar mis quejidos, de que ella no importaba.
Con el paso de los días mi resolución fue cayendo en la costumbre del tedio y el aburrimiento. Cualquier afición de la que antes hubiera podido disfrutar se me presentaba ahora como un fastidioso cometido y ahíto de intentar buscar soluciones a tanta desgana concluí que la mejor manera de ahuyentar aquel abigarramiento de mis sentidos era dejar pasar el tiempo hasta que las cosas se hubieran calmado por sí solas.
Yo sabía que incluso esto era inútil. Había caído en un abismo, ¡tan profundo!, ¡tan bello!, que jamás lograría escapar.
Me encontraba perdido en las sombras de mi propio espíritu, anhelante de un susurro, frágil y sutil, que arrastrara su nombre a mis oídos, de sus labios un suspiro que a los míos trajera honor, gloria y eternidad. Entonces, sólo entonces, cuando su aliento rozara el mío oliendo a voces de infinita melancolía, habría para mí un cielo sobre la tierra; y hombres; y pájaros; y monstruos; y todo lo demás.

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